Un Ángel de la guarda

Su corazón bombea hace 25 años. Y la sangre irriga sus 174 centímetros que desbordan de historia y de talento. De talento y de valentía. De valentía y de amor. De amor por la vida. La vida reducida en una cicatriz que atraviesa su pecho y se trasluce en algún festejo al cielo. Y la lleva con tanto orgullo como a una medalla.
Ángel Correa se crió gambeteando los peligros que lo acechaban desde los callejones del barrio Las Flores, ubicado en algún rincón de Rosario. Los gambeteaba, porque así le nacía. Le nacía desde antes de que los técnicos de las categorías 1994 y 1995 del club 6 de Mayo se lo disputaran. “Mi mamá no había llevado el DNI y los dos querían que juegue para ellos. El de la 94 decía que yo era 94 y el de la 95 que era 95. Hasta que en la semana mi mamá llevó el documento y supieron que era 95”, contó hace unos años en Enganche. No se lo olvida.
No se lo olvida, Ángel, aunque apenas sabía decir su nombre. No se lo olvida porque tenía seis años y un corazón inmenso. Tan inmenso que la vida se encargó de golpearlo hasta el cansancio. Lo golpeó a los 10, cuando lo obligó a despedirse de su papá y a convertirse en el sostén de la familia, dejándole a mamá Marcela los mil y pico de pesos que ganaba en viáticos. Recibió otra paliza a los 12, esa noche oscura en la que le tocó velar a uno de sus nueve hermanos. Y ya nada iba a ser igual.
Nada iba a ser igual para ese menudito que oscilaba entre los sueños de pibe y las responsabilidades de adulto. Hasta que el fútbol le dio la oportunidad combinarlas: jugó en Alianza Sport y también en Tiro, ambos santafesinos, poco antes de que Jorge García lo invitara a probarse en San Lorenzo. Y ese coraje de potrero le bastó para impresionar a todos, que rápidamente le hicieron un lugar en la pensión. Pero se escapaba.
Se escapaba, porque detrás de las obligaciones de grande todavía estaba ese chico que ni siquiera alcanzó a llorar a su papá. No alcanzó ni siquiera a entender por qué ya no iba de la mano con él para lucirse en el Baby. Se escapaba para ver a su mamá, que la extrañaba. Y procuraba hacer goles para que le cocinara milanesas. Se escapaba y aparecía en Rosario jugando algún picado en el barrio, ése que tiene grabado en la piel y tatuado en el corazón. Y también se divertía con sus hermanos. Se escapaba, Ángel, porque era un chico. Travieso con la pelota y rebelde sin ella. Se escapaba porque era un chico y estaba solo.
Estaba solo, hasta que un grupo de juveniles de edades similares a la suya se volvieron su segunda familia. Fue en 2011, cuando alzó por primera vez un trofeo: la Séptima del Ciclón, con Juan Carlos Carotti al mando, se consagró campeona y él fue la figura. Y, unos meses más tarde, tomó la comunión en la capilla del club a manos de Bergoglio, cuando Bergoglio todavía no era Francisco pero Ángel ya era Correa.
Era Correa, Ángel, porque tenía 16 y en su futuro empezaba a apreciarse un tinte europeo. Era Correa porque así lo quiso. Así lo quiso el día en el que impactó a Ricardo Caruso Lombardi para ganarse un lugar en la Primera y el 31 de marzo de 2013 cuando Juan Antonio Pizzi lo mandó a la cancha para enfrentar a Newell’s Old Boys, el clásico de su Central. Del Canalla era el clásico porque Ángel, que ya era Correa, tenía otro rival: el destino.
Fue el destino el oponente que intentó frustrarle los goles. No pudo ese diciembre, cuando se coronó campeón del Torneo Inicial 2013, y tampoco lo logró en mayo de 2014, el año en el que estampó su firma con el Atlético de Madrid, donde hoy sigue dejando su huella. Pero volvió a la carga en junio, en aquella revisación médica puso en jaque su futuro: un quiste en un ventrículo lo empujó directo a un quirófano de Nueva York, donde debió pelear por su vida.

“Me dijeron que no había ningún riesgo de no poder volver a jugar, pero todo era mentira”, reveló durante la entrevista en el suplemento de Página12. Le habían mentido. Le habían mentido sabiendo que una operación a corazón abierto llegaba aparejada de cientos de riesgos. Aunque sólo le preocupaba uno: la pelota. “Después de que salió todo bien me dijeron que existía la posibilidad de que si salía algo mal no iba a poder volver a jugar”, contó. Y volvió a nacer.
Volvió a nacer, Ángel, porque todavía le quedaban unas cuántas metas pendientes. Se perdió la semifinal y la final de aquella histórica Copa Libertadores con San Lorenzo, pero sus goles quedaron grabados para siempre. Se las perdió y lo lamentó, no tanto por no jugarlas sino porque ni su papá ni su hermano pudieron verlo festejar. No pudieron verlo tampoco en el Sudamericano Sub 20 del año siguiente, al que llegó en su máximo esplendor y convirtió en el Centenario de Uruguay el tanto que valió el título. O un tiempo después en la Mayor, donde cumplió las pocas veces que lo dejaron entrar.
Ángel Correa fue enganche, punta y extremo. Pero sobre todo enganche. Fue enganche porque se crió gambeteando y fue punta porque creció haciendo goles. Creció haciendo los goles que su papá y su hermano soñaban cuando ni siquiera podía deletrear su nombre. Los goles que cuando aparece la oportunidad festeja con una mirada al cielo. Festeja al cielo con una cicatriz que lleva en el pecho, como si fuera una medalla. La lleva como a una medalla porque lo es. Es la medalla de la vida.
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