Gringo Starr

Mauricio Hausch está cansado. Hace ocho horas que salió de su casa para trabajar en alguna construcción de Baradero, a más de 150 kilómetros de Capital. Su hijo Agustín lo acompaña. “Vos que podés hacer lo que te gusta, aprovechalo. Yo lo hago porque lo tengo que hacer”, le susurra mientras escurre su transpiración en una toalla. El chico asiente con la cabeza. Pasó todo el verano ayudando a su papá en los trabajos de albañilería y sabe que su especialidad está más cerca de la hierba que del cemento. Y en San Lorenzo lo percibieron enseguida.

Agustín Hausch tenía nueve cuando se acercó al club para ver a Matías Lezcano, su primo. “Quería saber cómo entrenaban… Para mí era algo de otro mundo”, reconstruye. De hecho, estaba sentado en la tribuna con sus jeans y unas Pony verdes cuando le ofrecieron probarse: “Me preguntaron si quería entrenar con la 2002, una categoría más grande. Me prestaron ropa y jugué con las zapatillas que tenía puestas”. Y un puñado de minutos le bastó para maravillar a todos. Por eso, a pesar de que no eran épocas de bonanza, le sugirieron volver a la semana siguiente.

Así empezó su aventura. Todos los martes iba y volvía desde su Baradero natal hasta el Bidegain a la par de Simón Pérez, un juvenil nacido en Zárate. “Mi mamá no me dejaba quedarme porque era muy chico, pero yo moría por entrenar acá. Venía también los viernes y me quedaba para jugar el fin de semana”, agrega. Entonces seguía preparándose en el Club Atlético Rivadavia, un equipo de su ciudad hasta que, en 2016, se instaló en la pensión.

Pero tantos años lejos de su entorno le pasaron factura. Por eso, en 2018 pensó en armar el bolso y regresar a su casa. “Hablé con Kuyumchoglu y con Tocalli, y me dieron una semana para volverme y que me distraiga. Ese fin de semana jugábamos contra Vélez y justo estaba Aimar, que me llamó para la Selección. Así que me quedé”, revela. Hoy, a dos semanas de haber cumplido 16, festeja: marcó un doblete en el alargue y logró que la Reserva se quedara con la Copa de la Superliga.

-Y pensar que estuviste a punto de volverte…

-(Sonríe) Sí, ni hablar. Siempre me pongo a pensar en qué hubiera pasado si dejaba. Me iba a arrepentir toda mi vida, porque lo que estoy viviendo hoy es un sueño. Me están pasando muchas cosas lindas.

-¿Te imaginabas llegar a vivir algo así?

-No, la verdad que no. Soy muy chico y nunca pensé que me iban a pasar todas estas cosas.

-¿Cuánto influyeron las palabras de tu papá en tu decisión?

-Me ayudó. En realidad, lo que me motivó fue lo de la Selección. Mi idea no era dejar de jugar, pero me quería volver ya porque extrañaba mi casa, mi familia… Aparte, cuando estaba allá los ayudaba: cuidaba a mis hermanos y, durante las vacaciones, me levantaba todos los días a las seis de la mañana para trabajar de albañil con mi papá.

-¿Fue difícil el desarraigo?

-Un poco. Yo pensé que me iba a costar más separarme, porque siempre fui muy pegado a ellos. A pesar de que tuve esos ataques el año pasado, me fui acostumbrando de a poquito con los viajes… Más si me quedaba los viernes.

-¿Siempre jugaste en el mismo puesto?

-Para nada, ja. Cuando llegué al club me ponían de ocho. Después, Cristian Vaccaro, un DT que tuve en Inferiores, me pasó de delantero. Ahí me siento más cómodo, sobre todo si juego por afuera.

-¿A qué jugadores mirás?

-A Mbappé. De San Lorenzo me gustaba mucho Piatti cuando estaba, o Correa. A Angelito lo sigo siempre.

-¿Cómo te describirías?

-Soy rápido, con mucha gambeta. Me gusta ir siempre para adelante.

-¿Te cuesta bajar a defender?

-Y, un poco, ja. Pero hay que entrenarlo. Algunos se quejan porque siempre voy para adelante y a veces me como alguna que otra puteada, ja.